Ravivar. Revivir.
No sabía quién era. A menudo, lo que no conocemos no existe. Esta es la nueva pandemia. También es cierto que cuando voy a evaluar un restaurante, no quiero que su autor se entrometa mucho entre su paleta de colores -es decir, mi comida- y la experiencia.
Hay cocineros de experiencia. De experiencias, que aún no lo saben. Es el caso de Ajay S., de origen hindú. Sólo sé su nombre. Me descoloca su naturalidad. Le veo cercano, más de la cuenta, valorando que su comida parecía lejana y a la vez: capaz de lograr un sendero cargado de recuerdos perfectamente colocados; explorados; a lado y lado del río de mi memoria.
En el antiguo Hostal, había besado y había sido obligada a jugar cuando me apetecía mucho más acercarme a la trastienda del corazón de mi abuela, en su cocina de pedazos. En este mismo lugar que hoy acogía por penúltima vez, limpié moluscos, con menos de diez años cuando en el lapso de tiempo entre que huía del lugar de juegos obligado al camino que me conducía a casa me perdí en la falda de una anciana que regentaba el lugar. No sé ni cómo, conseguí que aquello no se me olvidara nunca.
Las experiencias de sabor son las más fidedignas. Las más cercanas. A veces, decepciona el autor. Decepciona que no sea suficientemente ambicioso, como la comida sugería o ataviaba. Porque la comida habla por él. No se aceptan excusas. Siempre habla por él. Y también decide cuando conjugar los silencios. Es importante saber parar(se).
No entiendo la asincronía entre la valiosa capacidad de la pintada con humus y almendras tostadas, y la salsa dulce que lleva más allá del recorrido de la historia. Pero sin duda alguna, el plato estrella, del reconvertido Hostal adónde florece el ravivar, es el crocante de panceta. Panceta feliz. La felicidad de llorar y comer. Todo a la vez. ¡Así ha sucedido! Sólo que nuestra expresividad estaba limitada por el pudor que marcaba el protocolo, por tratarse de la última vez. La penúltima vez, a veces es más difícil que la última.
Ojalá vuelva pronto al regazo emocional de lo qué deba hacer. A los comensales, hijos de la experiencia, nos gustaría saberle proyectado en aquella versión madurada del crocante de panceta.
De la 'Fusión Mediterráneo'; plato que aúna hasta tres culturas, que a su vez, conectan sutilmente con lo que incluso desconoce terminando en el Kéfir de leche -ni de agua ni de te- que baña el arroz hinchado con lima. Apetitoso. Con ganas de devorar. No sé adónde voy a volver a comer algo igual. Dicen que es curativo. Blanco sobre blanco.
Lo que desconocemos, a menudo puede causar un efecto mucho más devastador. Hecho que me resulta aterrador, pero apetecible. Es por eso, que es necesario seguir arriesgando. Las señales de la mesa son imprescindibles. Y ese Chef, de perfil autodidacta y muy viajado, pulido, de smiling face, baja estatura y ternura en la mano: nos descubre que tras la penitencia y la reflexión, llega lo catártico. Encima de la madera de la mesa limpia, que recoge.
Hay cocineros de experiencia. De experiencias, que aún no lo saben. Es el caso de Ajay S., de origen hindú. Sólo sé su nombre. Me descoloca su naturalidad. Le veo cercano, más de la cuenta, valorando que su comida parecía lejana y a la vez: capaz de lograr un sendero cargado de recuerdos perfectamente colocados; explorados; a lado y lado del río de mi memoria.
En el antiguo Hostal, había besado y había sido obligada a jugar cuando me apetecía mucho más acercarme a la trastienda del corazón de mi abuela, en su cocina de pedazos. En este mismo lugar que hoy acogía por penúltima vez, limpié moluscos, con menos de diez años cuando en el lapso de tiempo entre que huía del lugar de juegos obligado al camino que me conducía a casa me perdí en la falda de una anciana que regentaba el lugar. No sé ni cómo, conseguí que aquello no se me olvidara nunca.
Las experiencias de sabor son las más fidedignas. Las más cercanas. A veces, decepciona el autor. Decepciona que no sea suficientemente ambicioso, como la comida sugería o ataviaba. Porque la comida habla por él. No se aceptan excusas. Siempre habla por él. Y también decide cuando conjugar los silencios. Es importante saber parar(se).
No entiendo la asincronía entre la valiosa capacidad de la pintada con humus y almendras tostadas, y la salsa dulce que lleva más allá del recorrido de la historia. Pero sin duda alguna, el plato estrella, del reconvertido Hostal adónde florece el ravivar, es el crocante de panceta. Panceta feliz. La felicidad de llorar y comer. Todo a la vez. ¡Así ha sucedido! Sólo que nuestra expresividad estaba limitada por el pudor que marcaba el protocolo, por tratarse de la última vez. La penúltima vez, a veces es más difícil que la última.
Ojalá vuelva pronto al regazo emocional de lo qué deba hacer. A los comensales, hijos de la experiencia, nos gustaría saberle proyectado en aquella versión madurada del crocante de panceta.
De la 'Fusión Mediterráneo'; plato que aúna hasta tres culturas, que a su vez, conectan sutilmente con lo que incluso desconoce terminando en el Kéfir de leche -ni de agua ni de te- que baña el arroz hinchado con lima. Apetitoso. Con ganas de devorar. No sé adónde voy a volver a comer algo igual. Dicen que es curativo. Blanco sobre blanco.
Lo que desconocemos, a menudo puede causar un efecto mucho más devastador. Hecho que me resulta aterrador, pero apetecible. Es por eso, que es necesario seguir arriesgando. Las señales de la mesa son imprescindibles. Y ese Chef, de perfil autodidacta y muy viajado, pulido, de smiling face, baja estatura y ternura en la mano: nos descubre que tras la penitencia y la reflexión, llega lo catártico. Encima de la madera de la mesa limpia, que recoge.